MENDOZA EN NICARAGUA Parte I
Las brisas del mar molestan, pero al mismo tiempo alivianan. Las cuestiones propias se malbaratan; de nueva cuenta el Mendoza deseaba exhumar aquel humor que lo hizo asear su mente por esa “aquella vez”. Solamente la brisa y la lluvia de este puerto es pura, no como la sucia lluvia que cae sobre Monterrey.
Majagual, Nicaragua, enero del 2022
Él, se encontraba analizando el calor mientras se tomaba un buen sorbo de pinolillo, una bebida típica de estos lares. Este, misterioso extranjero de delgado bigote y estilizado en su rostro, vestido de un traje blanco confeccionado en tela de lino, camisa celeste y corbata de color azul marino; que combinaban con sus zapatos color beige y de un elegante sombrero de estilo canotier fabricado en paja de ixtle.
Los barrotes de hormigón eran blancos y alineados sobre la orilla de este acantilado, las baldosas que recubrían el piso eran estrechas y húmedas cómo aquellas piernas que este delineó con sus manos en aquel verano de Monterrey. Las olas se quebraban en sal como si muy molestas estas anduvieran, el cielo era azul y el sol se apagaba debido al techo de concreto que se construyó sobre este acantilado turístico. El mar no cesaba, como la ansiedad hambrienta de un «nada» y de la que nuestro amigo Mendoza; día a día se perpetuaba. Sus lágrimas se mezclaban con la brisa y el propio sudor que este emanaba, donde hasta eso, el mismo sodio de la sal contaba con mejor injerencia que su íntimo sentimiento.
—¡Hola, hola bucanero! —una chica saltó de la nada, como si hubiera aparecido entre las rocas. Mientras Mendoza se quedó un poco afligido por tal aparición, sacó de su bolsillo un cigarro mediano y delgado, para de inmediato encenderlo.
—¿Será que no me reconocéis? —la chica de cabellos rojos y rizados se expresaba sin pudor, como si fuera alguien muy cercano.
Mendoza dio una fumada al cigarro y asentó los hombros.
Tarde siguiente.
Ser un visitante se convierte en un ejercicio o en una prueba referente a lo que sobra en la cotidianidad de una ciudad o de una cultura. Es de esta manera que nuestro forajido no encuentra más que irse a un bar, ya que hoy se levantó tarde mientras la jaqueca no lo dejaba en paz.
“Mi conciencia es más inteligente que yo y no puedo deducir más de lo que pude decidir”.
Se fumaba un cigarro de chocolate, contiguo a eso este limpió su bigote de sudor mientras le daba otro trago a su aguardiente, que únicamente le costó una pobre cantidad a comparación del vicio mexicano. Hasta el vicio tiene su valor, pero la actitud no se puede comprar. No se puede diferenciar con las piernas de una mujer madura.
Al otro lado del bar, lo que parece ser una mesera, se rascó la pantorrilla izquierda, enseñando accidentalmente el color de su ropa interior. Las faldas son muy normales en climas tropicales, mismas que abrillantan la piel morena de toda mujer que vive por estas zonas donde el sol se deja ser.
El sombrero de Mendoza cayó sobre la desgastada barra de madera, con el propósito de llamar la atención de la mujer que se encontraba en aquel lugar de esparcimiento. Silencio incómodo y desdicha al no poder romper a lo que muchos llaman “el hielo”.
—¿Te perdiste tigre? —cuestionó la mujer— ¡Como vienes vestido o disfrazado, yo creo que deberías de andar en Cuba, buscando mujeres de verdad!.
—¡No creo que ande perdido si me acabo de encontrar conmigo mismo! —nuestro personaje principal incitó— ¿Qué tal si nos echamos unos tragos tú y yo?
Es totalmente contagioso y obsesivo, el humor que desprende el cabello de una mujer, como si fuera una prenda perfumada por la esencia, como sí obligara a pensar en muchas cosas, como lo fue en aquel momento.
—¡Entonces mi vaquero, hay varios vaqueros urbanos de donde tú vienes! —la madura mujer le preguntó y afirmó al mismo tiempo— Tengo casi las cinco décadas y tú pareces de unas tres, ¿Crees que puedes llegar muy lejos?
— ¡Puede ser! —Mendoza accedió sin premura— Nos vemos obligados a discernir de lo que somos cada vez que nos cuestionamos, la vara siempre, pero siempre se torna hacia el puesto negativo y no deseo tener injusticias para a mi mismo ¡no más!
Los tacones de la mujer se raspaban al frotar sobre el suelo, la tierra crujía, festejaba nuestra salida del lugar para aquella casa que parecía una choza, típico de Centroamérica, pero no importaba, aquí es donde se debe de suscitar el acto.
El olor a cascara de coco, el ácido sabor de un agrio limón, no cómo el falso sabor del industrial azúcar que este absorbió durante muchos años. No, no era un cansancio falso, era un desgaste de músculos muy diverso. Sí, era una sensación natural, como si un gigante árbol le regañara por todo lo que él había hecho. Como si el viento le callara la boca, como si la lluvia le inundara los oídos.
Terminó, nuestro sujeto en su vida había soltado una bocanada fría en medio de un calor húmedo, muy común en este inhóspito, pero a la vez bello lugar, llamado Nicaragua.
Al día siguiente, Mendoza estiró dos veces los tirantes de color guindo, los estiró una vez más, después se abrochó y se desabrochó dos veces los botones de toda su camisa. Quería sentir más, pero existen leyes invisibles, que uno no puede quebrantar, porque si este lo hubiera hecho, la vergüenza no tendría piedad.
FIN de la primera parte.
Ilustración, creada por el autor