LA MÁSCARA DEL SANTO



  
   

Año 2006, Centro de Monterrey.  

  
   

Traigo puestos unos tenis baratos de un costo aproximado de doscientos pesos, fabricados con material sintético y que sin tregua me están haciendo sudar mis pies, no había más. Así fueron esos tiempos donde la mediocridad de un jovenzuelo se consolaba con sus pensamientos propios o parecidos a los ajenos; de esos que se distorsionaban al buscar el querer de un amor adolescente (sinónimo de pendejo).  

  
   

La calle Vicente Guerrero, tan deforme como el tracto de un intestino grueso, sí, una maldita víscera más en la ciudad. Monterrey tiene una enfermedad mental parecida a la paranoia: el déficit de atención, a la volatilidad, de todo tiene este pedazo de tierra infértil como si fuera un vato cincuentón. No sé qué pensaría o que diría el caudillo libertador de nuestras tierras, al saber que su nombre se restriega en esta marabunta de irregulares negocios repleta de despintados letreros fabricados con lona.  

  
   

Sigo caminando, y presiento que la ampolla que se está desarrollando en la planta de mi pie no la voy a tener que sentir en unos minutos, ya que algunas tres cervezas oscuras dulces con un nombre despectivo como “indio”, me estimularán. Mas tarde llego a ese pozo, maldita sea, ya lo había dicho, toda ciudad necesita de un agujero en donde caer y quedarse ahí para ver quién lo saca, ya sean las ganas de vivir o el filo de la muerte misma que se aburre de ver la forma en que se quejan los vivos.  

  
Bar “El Mexicano”, donde el patio oscuro sirve para ver el encendido de todo tipo de hierbas cuando estas se queman. La histeria, la rebeldía, el absurdo libertinaje patrocinado por parte de los existencialistas. El castigo propio sobre una cama de engaños. Hijos de su puta madre. Es hora de escuchar a los borrachos de ahí, realmente no me quiero topar a Serena, no tengo ganas, a la vez también no quiero toparme con algún loco comerciante para que este salga con sus mamadas. No lo deseo, no lo quiero y no lo provoco. Pero ahí se encontraba, aquel hombre de larga barba, con la fotografía de Fidel Castro estampada en su camisa media despintada. La gorra que traía puesta enseñaba una marca de pistones mal incrustada. No recuerdo cuál era la marca, pero había un gato sobre las letras, sin embargo, no me importaba saber, ni tampoco me interesaba averiguarlo.   

  
   

Le pregunté con acento de requisición —¿Don, me puedo sentar en su mesa? —¡Claro que si morro… siéntate! —el hombre me contestó.  

  
   

Entonces Don ¿A usted qué le gustaba de niño? —le pregunté sin trapos de más— Me gustaba mucho la lucha libre, eso por allá de los sesentas, era muy famoso todo ese rollo ¡ah que buenos ratos fueron aquellos tiempos!  

  
   

En eso él Don le dio un trago a su caguama y se burló del tamaño de la botella que yo me estaba tomando y que al final dejé a los dos tragos para encender un cigarro delicado con filtro que en aquella época me costaban quince pesos la cajetilla con catorce cigarros. El Don habló: 

  
   

Cuando era huerco me gustaba ver películas del Santo y mejor aun cuando todavía existía el Cinema Paraíso, el que estaba enfrente del pinche Cine Reforma, pero este último estaba bien pinche caro, por eso iba mejor al Paraíso. A parte siempre había rucos cachondos agarrándome las corrongas en el pasillo... Bueno, aquí el pedo es que siempre quise vestirme como el Santo, pero en aquel tiempo había una tienda de ropa, no recuerdo su pinche nombre, sepa la verga cómo se llamaba, pero ahí fue donde vi el traje del Santo en venta: el pantalón, la capa y la máscara. Bueno, mi papá tenía un pinche taller de doblaje de fierros o algo así, pinché viejo hijo de la chingada... bueno, un día este me pidió que fuera una tienda por la Avenida Colón, cerca de la estación de trenes; pero pasé y vi otra vez el traje completo del Santo en esa tienda de ropa que te decía. No me aguanté y entre a comprar el traje con el dinero que me dio mi jefe para comprar la herramienta aquella que este necesitaba.   

  
   

He pinche morro pon atención deja de mandar mamadas en esa madre que traes (el Alcatel que después me bateó una mesera del Tíbet Dancing Club).  

  
   

¡Caray! me caga contar estas mazmorras mentales, prefiero ir a que me la jale una pinche india sanwicha de la Calle Rayón. Pero te decía, me metí al baño del taller de mi jefe y me puse el traje completo, en serio, me quedaba con madre, nomás las botas eran negras, por qué eran las que traía puestas. Me miraba al espejo una y otra vez, me imaginaba yo madreando a los zombis, a los mafiosos, o a los dueños de algún sistema opresor como el que vivimos. Así que salí al solar que tenía mi jefe, este me vio y se río, ¡pero a la vez agarro onda y me gritó preguntándome —donde está el pinche dinero de la herramienta hijo de tu reputa madre! —.  

  
   

El muy culero me agarro de la cabeza y me empezó a meter unos derechazos como si fuera un vato de su vuelo. Me caí al suelo, luego me levantó otra vez y me empezó a meter más putazos duros y limpios, ahora sí dignos para una escena de acción del Santo. Volví a caer y este no dejó de meterme patadas en mi costado como si fuera un pinche costal. No se llenó con eso y tomó un tubo bien pesado y se desquitó azotándome la espalda. Podía escuchar sus respiros que se parecían a los suspiros que hacia mi mamá cuando este tenía intimidad con ella para después madrearla sin razón alguna.   

  
   

Los pocos ayudantes que mi jefe tenía en el taller no podían creer lo que veían y estos trataron de calmarlo, pero este gritó como señora menopaúsica con la garganta desgarrada —Es mi carne culeros, ¡es mi carne! —. El pinche viejo se sentó un rato para después poder pararse de nuevo, voltearme de espaldas sobre el suelo y reventar varias veces mi cabeza sobre él mismo.   

  
   

Ahí quede, tirado en el suelo de un taller más del centro de Monterrey, con las costillas medias rotas, todavía con la máscara puesta, ensangrentada, saliéndole sangre desde los agujeros de los ojos y de la boca. Me quedé viendo el techo de la nave, mientras llegaba una tía y me arrastraba a su casa para curarme. Pero mi tía estaba loca, bueno no estaba loca, era una cachonda culera y mientras me tapaba con la capa las heridas, a la brevedad llegó un vato masticando chicle y se la empezó a coger muy cerca de mí. Mi tía gemía como chiva loca. En efecto, él culero duró un buen rato, masticando chicle y rellenando a mi tía.  

  
   

Así es mi historia muchacho, a veces me pongo la máscara del Santo y me siento en un sillón con las luces apagadas. Lloro a gusto.   

  
   

¿Qué le pasó a su señor padre?  

  
   

Unos rateros lo agarraron a putazos en los ochentas, no se pudo recuperar y le dimos el santo entierro en el 85.  

  
   

Salí de aquella cantina y me despedí del Don con una rola de José Feliciano en la Rocola.  

 
 

Me dirigí al Camelot Men’s Club y me pedí una cerveza de tarro de marca “Chope”. Saqué mi libreta de rayas con renglones y empecé escribir todo lo que me contó. Mientras las chicas bailaban sin cesar.   

  
   

  
   

Este año encontré las ahora hojas amarillas que escribí, dobladas bajo mi cama. No como ahora que las tiene Apple en una nube. Sinceramente ya no supe que le sucedió al Don, no quiero saber, ni suponer, ni mucho menos echar mentiras innecesarias. Es ahí cuando me pregunto hasta dónde los humanos tenemos un tope, un límite, o cuando nos acabamos con nosotros mismos en nuestra deliciosa degradación.  

  
   

  
   

FIN